La noche del 1 de julio de 2004,
Marlon Brando dejaba de respirar. Caía el telón sobre un mosaico ya
inmortalizado, un conjunto de interpretaciones dueñas de un poder capaz de
exceder la categoría de mito del cine: lo que desaparecía de este mundo era un
icono cultural.
Le llamaban el actor de actores. Los fanáticos del cine reconocemos que latía
algo indefinible en él; un aura que llegaba quizá donde no llegan el talento, el
carisma o la belleza individual. Como buen mitómano, se labró una férrea
reputación de hombre complejo e indefinible. Aún hoy salen a flote nuevas
especulaciones acerca de sus correrías sexuales, su errático comportamiento detrás
de las cámaras, su neurona de divo y
su hipotálamo de místico. Le acompañaban los brotes de locura que van de la
mano de todo genio. En la década de los 80, cansado de su propia leyenda, llegó
a declarar que odiaba la interpretación. Quizá por eso se apartó de los focos y
se centró en la fotografía, la escultura y lo que quiera que le permitiera su
inmensa fortuna.
No obstante, muchos ignoran que
su último chispazo de talento no lo dejó ante una cámara, sino detrás de un
micrófono… como actor de doblaje en un videojuego.
Regrabando las frases del
legendario Vito Corleone en la adaptación a videojuego de “El Padrino”, Marlo
Brando se convirtió en portador de la antorcha del Tiempo. Su carrera empezó en
blanco y negro y acabó en el soporte digital. Su muerte cobra así la categoría
de símbolo, de eslabón entre una época y otra. Puente entre arte contemporáneo
y arte futurista.
No todos compartirán conmigo esta
última afirmación. El videojuego se encuentra aún en su lucha particular por
ser reconocido como arte; quizá debido a las polémicas que continúa suscitando.
O quizá porque, desde lejos, sigue pareciendo poco más que un juguete para
mayores. Quizá porque el arte es hipócrita, incatalogable. A la fotografía y a
los cómics les costó algo más que un par de décadas que se les colgara el
banderín artístico que hoy pueden lucir casi sin reproche.
Al cine también.
Preámbulo
Por mucho que los hermanos Lumière
fascinaran al mundo entero con su primera proyección en París, al novedoso
cinematógrafo aún le quedaba mucho para dejar de ser un mero aparatito. En sus
primeros años, el cine se consideraba poco más que una atracción menor, un
espectáculo de feria para la clase baja (la alta no perdía el tiempo en
proyecciones de trenes y vallas secándose y optaba por el teatro, mucho más
refinado… y definitivamente caro). Pero como siempre, los valientes dan un paso
al frente que termina arrastrando a las filas traseras. Entre finales del siglo
XIX y principios del XX entra en juego la audacia artística de George Mèlies,
David W. Griffith, Frederick Murnau, Sergei Eisenstein, Fritz Lang y etcétera. Científicos
del arte que dejan de ver un conjunto de imágenes para empezar a visualizar una
miríada de posibilidades tanto a nivel técnico como narrativo. Visionarios.
Son esos visionarios quienes
empiezan a revestir ese artefacto de proyección que se elaboró con propósito
desconocido. El experimento empieza a crecer más de lo que los creadores habían
estimado, y su masa llega a los ápices de la narrativa, la sensibilidad, el
intelectualismo, la propaganda y la enseñanza. Estados Unidos toma especial
ventaja de estas dos últimas propiedades para difundir el inglés entre los
inmigrantes, que por entonces conforman el grueso de su población. Gracias a un
litigio histórico en el que Thomas
Edison se alza vencedor, los productores independientes no tienen más
remedio que irse con el invento a la costa oeste, donde encuentran un poblado
con condiciones climatológicas ideales para el rodaje y una gran extensión de
terreno libre y propicio para la construcción de platós. Un poblado cuyo nombre todos conocemos hoy en día.

Por su parte, los intérpretes se
ganaron también su pedazo de cielo. En un principio, ser actor o actriz de cine
era algo parecido a la deshonra, sinónimo de no haber triunfado en el teatro.
El equivalente contemporáneo a aparecer en anuncios de garbanzos. Pero el
público comenzó a adquirir vida propia, a fijarse en un cabello rubio aquí y en
una embelesadora sonrisa allá. Los estudios empezaron a recibir cartas
preguntando por el nombre de “la chica de la peca” o “el forzudo con bigote”,
obligando a introducir lo que hoy conocemos como “créditos completos”, y una
tal Mary Pickford se convirtió en la primera intérprete con la fama suficiente
como para establecer su propio caché. A ella le seguirían Douglas Fairbanks y
Charles Chaplin, quien asombró al país al exigir 100.000 dólares por película.
La masa que mencionábamos antes había tragado ya el último apéndice que le
faltaba: el del talonario, que acaba colocándose en lo alto de toda pirámide
con sus golpes de siempre. Una vez corrompido por los dedos del dinero, ya era
oficial: el cine se había convertido en un arte, firme, ambicioso y joven.
Penetración
Entre las muchas secuelas que
deja la Segunda Guerra Mundial se encuentra la aparición de las
supercomputadoras programables. Del peor enfrentamiento bélico que ha visto la
humanidad surge un concepto científico demasiado oscuro como para estimar no ya
su utilidad, sino su propio potencial: la
inteligencia artificial. La terrible realidad de las máquinas pensantes.
Los años 50, 60 y 70 son testigos
de numerosos intentos de convertir las posibilidades de un sistema programable
en un juego. Magnavox y Atari introducen las primeras videoconsolas y máquinas
recreativas, mientras Intel lanza al mercado el primer microprocesador de
propósito general. Títulos como Pong o Space Invaders convierten al videojuego
en un elemento común en la vida de los más jóvenes, lo que pronto dará lugar a
la apertura de un mercado brutalmente competitivo en el que los japoneses se
llevan el gato al agua. La evolución es lenta pero increíblemente constante:
cada vez mejores gráficos, mejor sonido, mejores efectos. Videojuegos cada vez
más impactantes y adictivos. Máquinas de hacer dinero mejor programadas, y lo
que es más importante: capaces de cada vez más.
Por ejemplo, ya a mediados de los
70 habían surgido las primeras aventuras gráficas que, basadas íntegramente en
texto, daban fe de que un videojuego podía consistir en algo más que
plataformas y combates espaciales. Había lugar para la diversidad, la
experimentación, la búsqueda de nuevos horizontes. Había lugar para la
narrativa.
George Lucas, uno de los
comerciantes más avispados de nuestra era, tarda poco en apercibirse de las
lucrativas perspectivas del nuevo mercado y añade, a su ya vasto imperio
conocido como LucasFilms, su propia división de videojuegos en 1982. La bautiza
como LucasArts y la aprovecha para
extender el tirón de sus franquicias más exitosas, como Star Wars o Indiana
Jones. Contrata para ello a diseñadores y programadores jóvenes, talentosos y
sobre todo entendedores de los mecanismos del cine. Porque el principal don
artístico de George Lucas es la habilidad para hacer vendibles las historias
que fabrica, y su intención es prolongar este peculiar extra en su nuevo
escaparate.
En 1990, Lucas invita al célebre
escritor de ciencia ficción Orson Scott Card, autor de El juego de Ender, a pasar unos días en el Rancho Skywalker en California. Allí le presenta a Ron Gilbert,
jefe del proyecto de una aventura gráfica que se titulará “El secreto de Monkey Island”. Scott Card no sabe nada de
videojuegos, pero la conversación con Gilbert le revela que está nada más y
nada menos que ante otro escritor, igual que él. Tan sólo que éste trabaja en
un formato que le es completamente desconocido. Scott Card le ayuda a matizar
el guión y le hace un favor que los grandes jugones de las aventuras gráficas
le agradecerán de por vida: escribe las
batallas de insultos que Guybrush Threepwood lidia con el resto de piratas
de la isla.
"Qué apropiado, tú peleas como una vaca".
Orgasmo
A partir de aquí, la industria de
los videojuegos pierde el poco miedo que le tenía a otras industrias como las
del cine e incluso la literatura. Steven
Spielberg disfruta con su Indiana Jones pixelado y no puede ser menos que
su amigo Lucas.
Contacta de nuevo con Orson Scott Card para escribir el guión de The
Dig, un proyecto de film que tuvo que abandonar por excesivo coste y que ahora
reconvierte en videojuego. Muy fiel a su sello artesano, no repara en gastos y
añade una banda sonora espectacular y unas voces de lujo para los personajes,
con Robert Patrick (Terminator 2) en
el papel del protagonista. Este modelo de “videojuego-película” tiene su calado
y no tardará en ser imitado hasta convertirse en costumbre. Mark Hamill, es decir, Luke Skywalker
en el paro, no puede decir que no a la oferta de encarnar a un comandante de
vuelo en la tercera parte de una saga de juegos de ciencia ficción. Algo
llamado Wing Commander. Otro mito de
la Ci-Fi como Leonard Nimoy,
acostumbrado a ceder su voz dorada en todo tipo de filmaciones (incluyendo
documentales, programas de televisión y series de dibujos animados) añade los
videojuegos a su currículum con Star Trek: Judgement Rites. Tanto le gusta que
terminará convirtiéndose en un asiduo de este formato y se volverá a oír su
impecable dicción inglesa en títulos como Atlantis,
Seaman y Civilization IV.
El doblaje de los videojuegos,
que en sus principios fuera generalmente desastroso y poco cuidado, ve mejorar
su calidad en concordancia con el incremento de exigencia del público,
presupuesto invertido y calidad general de los productos. Actores y actrices de
cine, recelosos en un principio con los videojuegos, acaban abriendo sus puertas
gracias sobre todo a la cada vez más sorprendente calidad narrativa que poseen
algunos títulos surgidos entre 1995 y 2000. Los trabajos de Tim Curry en Sacrifice, Michael Ironside
en Splinter Cell o Ron Perlman en Fallout abren centímetro a centímetro el portal que comunica el
arte de la imagen en movimiento con el de la imagen digital. La fusión alcanza
un punto casi total en ciertos títulos que se conciben prácticamente como
videojuegos-película, por titularlos de un modo pobre. Spielberg es nuevamente
el máximo impulsor de esta iniciativa al crear la saga bélica Medal of Honor, que incluye nada más y
nada menos que al genial Gary Oldman en el reparto de voces.
Quizá es Grand Theft Auto: Vice City, el bombazo de la protopolémica
compañía RockStar, el primer juego en
reunir un poderoso elenco de actores de primera fila. Ray Liotta, William
Fichtner, Tom Sizemore, Gary Busey, Dennis Hopper y Burt
Reynolds. (Samuel L. Jackson también
haría las delicias del usuario en la siguiente entrega de la saga, GTA San Andreas). Lluvia de estrellas que cambiaría
definitivamente el rumbo que tomarían los videojuegos en cuanto al uso de la
interpretación. Si en Gun se reúnen intérpretes de la talla de Thomas Jane, Kris Kristofferson, Lance Henriksen y Brad Dourif, la epopeya The Elder Scrolls
IV: Oblivion junta a tres pesos pesados de la pantalla como Sean Bean, Patrick Stewart y Terence Stamp. Igualmente espectacular
es el trabajo de voces en la saga Call of
Duty, que a lo largo de sus nueve entregas ha reunido a nombres como Jason Statham, Gary Oldman, Ed Harris,
Kiefer Sutherland, Timothy Olyphant o Sam
Worthington. El número de intervenciones Hollywoodienses en los videojuegos
es en realidad incontable, pero cada vez son menos las estrellas de primera
fila que no han dejado su voz en el arte digital. Podemos destacar a Willem Dafoe en Beyond: Two
Souls, Liam Neeson en Fallout 3, Martin Sheen en Mass Effect
2 y 3, Elijah Wood en Spyro: Dawn of the Dragon, Billy Bob Thornton en Deadly Creatures, James Woods en Scarface: The
World is Yours y Andy Serkis en Heavenly Sword, por citar tan solo a
unos pocos.



Y esta cópula interartística no
se limita únicamente a caras y voces. A punto de entrar en el nuevo milenio,
Clive Barker, autor de las novelas que darían paso a las sagas de Candyman y Hellraiser
en el celuloide, recibió la propuesta de colaborar en la creación de la
historia de un videojuego de terror. El producto vio la luz en el 2001 bajo el
título de Clive Barker’s Undying, al
que le seguiría otra colaboración del novelista británico titulada Jericho. John Milius, respetado
guionista estadounidense (Apocalypse Now se incluye en su currículum y con eso
nos basta) colaboró con Steven Spielberg en el perfil de una de las entregas de
Medal of Honor, así como en Homefront. La creciente necesidad de
incluir una historia sólida y unos argumentos de calidad nos ha brindado
colaboraciones insólitas, como la de Paul Haggis y David S. Goyer en la saga de
Call of Duty o David McKenna (American History X) en Scarface: the World is yours. Parece que los novelistas de ciencia
ficción son los que más frecuentemente se sienten atraídos por los videojuegos:
además de Scott Card, podemos mencionar el trabajo de Marc Laidlaw en Half Life o el de Richard K. Morgan en
la segunda entrega de Crysis. Este último
título, por cierto, incluye también un trabajo mastodóntico del brillante Hans
Zimmer a cargo de parte de la banda sonora (y también compuso canciones para Call of Duty: MW2). Trent Reznor, incansable compositor y fundador de la banda Nine
Inch Nails (además de ganador de un oscar por la BSO de La Red Social), se ha
declarado gran fan de los videojuegos y compuso temas para Doom 3, Quake y varios más. No podemos olvidar que John Carpenter se declaró aficionado de
la saga FEAR y colaboró en el diseño
de las secuencias cinemáticas de la tercera entrega, y menos aún que Guillermo del Toro ha afirmado
recientemente estar trabajando en un videojuego que adaptará la obra escrita de
H.P. Lovecraft.
Post-coitum
Como artes, cine y videojuegos
han evolucionado hasta convertirse en algo totalmente ajeno a su punto de
partida. Los hermanos Lumière jamás soñaron con la inducción del 3D y los
científicos posteriores a la segunda guerra mundial nunca imaginaron que
podríamos crear mundos virtuales tan majestuosos y ricos en detalles como los
de Mass Effect o The Elder Scrolls. El arte está ahí para desafiar a la ciencia,
para recordarnos que lo imposible habita en nuestras mentes y además pide a
gritos que lo dejemos salir. Desea ser compartido con los demás. El arte, solidificado,
exterioriza un mínimo común divisor del alma universal que no encuentra
aplicación directa en el mundo real, pero tampoco puede dejar de existir.
Desafía a la praxis del materialismo colocándose delante de nosotros,
hablándonos sin que sepamos qué responder o qué hacer con él, siendo al mismo
tiempo incapaces de ignorar su presencia. La pintura empieza con
representaciones sobre las paredes de una caverna y termina narrando los ciclos
de nuestra historia. La música empieza con golpes contra unos huesos y acaba
como núcleo motriz en la vida de muchos de nosotros. El cine abre fundido con una
proyección en París y cierra telón en un horizonte insondable, donde la
comunicación sigue abriendo nuevos pórticos, nuevos caminos de expresión,
nuevas emociones.
Diríase que el cine y los
videojuegos empiezan a hablar el mismo idioma. Al margen de las cada vez más
numerosas adaptaciones hollywoodienses de videojuegos, que hemos obviado en
este artículo, el cine empieza a comprender que en los videojuegos, al igual
que en toda manifestación artística, florece una intención idéntica: la de
levantar un cuerpo, una historia de carne, hueso, mente y sensibilidad; todo
partiendo desde un misterioso cero que, cuando se moldea y se forja
adecuadamente, termina dejándonos un poso indefinible y una sonrisa en la boca;
eterna gratitud de consumidor por haber tenido la oportunidad de degustar esa
persecución aérea, esa misión suicida, esa princesa rescatada, esa vida
alternativa en la que siempre terminamos por vernos reflejados de una forma u
otra.
Texto: Ferran Vega Villanueva