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jueves, 7 de febrero de 2013

María Valverde: Bendita tú eres... entre todas las actrices





Nívea virgen, de tez blanquecina; pura, como la cándida voz -aguda y tintineante- que esconden unos labios carnosos, inmaculados, cincelados con una diligencia Miguelangelesca sin más roce que el carmín que los embalsama. Indiscreta nariz de zarina bolqueviche y perfil árabe. De mirada tierna, albo en el más allá de sus pupilas. Mujer que encarna el concepto kantiano de lo sublime: belleza extrema que lleva al éxtasis más allá de la racionalidad.

Casta, como su nombre.


María Valverde (Carabanchel, 1987) nos cautivó en La flaqueza del Bolchevique (2003) dónde consiguió que el espectador se odiase a sí mismo, a la vez que empatizaba con el personaje de Pablo (Luis Tosar), por sentir una indebida pero inevitable atracción por una menor, frágil e inocente.

La actriz y su personaje compartieron edad y nombre. Una idea o coincidencia "perversa".


El juego de emplear a María, virgen y angelical, dentro de una historia de atracción e insinuación -de un adulto hacia una menor-, nos recuerda al personaje de Tadzio en la gran obra maestra de Luchino Visconti, basada en la novela de Thomas Mann, Muerte en Venecia (1971).



Después vino algo peor, pues con el film italiano Melissa P. (2006) María hizo las delicias de los más "enfermos" al dar vida a una tímida siciliana (también menor de edad) que tras una primera y nefasta experiencia sexual da rienda suelta a su instinto más irresponsable. Ni la novela ni la adaptación al cine estuvieron exentas de polémica. María se convirtió así en un amor platónico para un servidor, que ha seguido muy de cerca su trabajo y sabe que todavía no ha tenido el papel que merece para reivindicarse definitivamente, antes los incrédulos cultivados y eruditos, como la mejor actriz del cine patrio.

Su descomunal belleza es quizá su principal desventaja dentro del cine comercial. Películas como Tres metros sobre el cielo (2010) o Tengo ganas de ti (2012) dan buena prueba de ello. Pero hay algo en ella que rehuye a la banalidad del género. María interpreta (y de forma excepcional) los papeles de mujer/adolescente actual, pero dentro de sus actuaciones hay algo que escapa a los focos o el guión.

Bendecida por un aura mística, puede llegar a (re) presentar a una adolescente burguesa y evitar que un leninista piense en la revolución de 1917. Mostrar -sin reparo- sus carnosos, voluptuosos (pero discretos) senos por "exigencias" del guión y que el espectador no sonría mientras dice -"otra españolada"-. (Re)presentar a La mujer del anarquista y que los hombres quieran militar en la CNT, AIT o FAI.

María consigue, sin apenas guión y dentro de un baño como único escenario, que la ya acostumbrada magnífica interpretación y solemne voz de José Sacristán en Madrid 1987 (2010) sea algo secundario. Es esta película la que, si me lo permiten, quisiera recomendarles.


En ella, María Valverde mantiene su concupiscente -pero inofensiva- mirada, su don de someter a la cámara a grabar primeros planos y planos de detalle (rostro, nariz, labios) para enamorar al espectador, y la esencia que nos cautivó en su primera actuación. Pues aquí también está presente esa tensión entre dos personas con una diferencia de edad muy considerable. Sólo que esta vez el final es bien distinto.

Madrid 1987 es una película lenta, como el buen cine. Es una película sin trampantojos, como el buen cine. Es una película española, como el "buen" cine.


Por último y a sabiendas de que esta "critica" no será del agrado de muchos, debo terminar diciendo que un admirador arde en deseos de ver Libertador (2013) del director venezolano Alberto Arvelo Mendoza, pues en ella, nuestra María da vida a la esposa del personaje histórico Simón Bolívar. Quizá sea ese el papel que le corresponde; tal vez así las críticas no se centren en lo que ocurre fuera de cámara y algunos vean lo que todavía no han visto y

Espero que tú,
arcángel del cine,
rompas los cristales opacos de la necedad,
y seas
por fin
la gracia del presente y el futuro:
Niña,
adolescente,
mujer
y revolucionaria.


Texto: Pablo Llorente Requena

martes, 29 de enero de 2013

Hollywood y los videojuegos: la cópula interartística






La noche del 1 de julio de 2004, Marlon Brando dejaba de respirar. Caía el telón sobre un mosaico ya inmortalizado, un conjunto de interpretaciones dueñas de un poder capaz de exceder la categoría de mito del cine: lo que desaparecía de este mundo era un icono cultural. 

Le llamaban el actor de actores. Los fanáticos del cine reconocemos que latía algo indefinible en él; un aura que llegaba quizá donde no llegan el talento, el carisma o la belleza individual. Como buen mitómano, se labró una férrea reputación de hombre complejo e indefinible. Aún hoy salen a flote nuevas especulaciones acerca de sus correrías sexuales, su errático comportamiento detrás de las cámaras, su neurona de divo y su hipotálamo de místico. Le acompañaban los brotes de locura que van de la mano de todo genio. En la década de los 80, cansado de su propia leyenda, llegó a declarar que odiaba la interpretación. Quizá por eso se apartó de los focos y se centró en la fotografía, la escultura y lo que quiera que le permitiera su inmensa fortuna.

No obstante, muchos ignoran que su último chispazo de talento no lo dejó ante una cámara, sino detrás de un micrófono…  como actor de doblaje en un videojuego.



Regrabando las frases del legendario Vito Corleone en la adaptación a videojuego de “El Padrino”, Marlo Brando se convirtió en portador de la antorcha del Tiempo. Su carrera empezó en blanco y negro y acabó en el soporte digital. Su muerte cobra así la categoría de símbolo, de eslabón entre una época y otra. Puente entre arte contemporáneo y arte futurista.

No todos compartirán conmigo esta última afirmación. El videojuego se encuentra aún en su lucha particular por ser reconocido como arte; quizá debido a las polémicas que continúa suscitando. O quizá porque, desde lejos, sigue pareciendo poco más que un juguete para mayores. Quizá porque el arte es hipócrita, incatalogable. A la fotografía y a los cómics les costó algo más que un par de décadas que se les colgara el banderín artístico que hoy pueden lucir casi sin reproche.

Al cine también.

Preámbulo

Por mucho que los hermanos Lumière fascinaran al mundo entero con su primera proyección en París, al novedoso cinematógrafo aún le quedaba mucho para dejar de ser un mero aparatito. En sus primeros años, el cine se consideraba poco más que una atracción menor, un espectáculo de feria para la clase baja (la alta no perdía el tiempo en proyecciones de trenes y vallas secándose y optaba por el teatro, mucho más refinado… y definitivamente caro). Pero como siempre, los valientes dan un paso al frente que termina arrastrando a las filas traseras. Entre finales del siglo XIX y principios del XX entra en juego la audacia artística de George Mèlies, David W. Griffith, Frederick Murnau, Sergei Eisenstein, Fritz Lang y etcétera. Científicos del arte que dejan de ver un conjunto de imágenes para empezar a visualizar una miríada de posibilidades tanto a nivel técnico como narrativo. Visionarios.

Son esos visionarios quienes empiezan a revestir ese artefacto de proyección que se elaboró con propósito desconocido. El experimento empieza a crecer más de lo que los creadores habían estimado, y su masa llega a los ápices de la narrativa, la sensibilidad, el intelectualismo, la propaganda y la enseñanza. Estados Unidos toma especial ventaja de estas dos últimas propiedades para difundir el inglés entre los inmigrantes, que por entonces conforman el grueso de su población. Gracias a un litigio histórico en el que Thomas Edison se alza vencedor, los productores independientes no tienen más remedio que irse con el invento a la costa oeste, donde encuentran un poblado con condiciones climatológicas ideales para el rodaje y una gran extensión de terreno libre y propicio para la construcción de platós. Un poblado cuyo nombre todos conocemos hoy en día.



Por su parte, los intérpretes se ganaron también su pedazo de cielo. En un principio, ser actor o actriz de cine era algo parecido a la deshonra, sinónimo de no haber triunfado en el teatro. El equivalente contemporáneo a aparecer en anuncios de garbanzos. Pero el público comenzó a adquirir vida propia, a fijarse en un cabello rubio aquí y en una embelesadora sonrisa allá. Los estudios empezaron a recibir cartas preguntando por el nombre de “la chica de la peca” o “el forzudo con bigote”, obligando a introducir lo que hoy conocemos como “créditos completos”, y una tal Mary Pickford se convirtió en la primera intérprete con la fama suficiente como para establecer su propio caché. A ella le seguirían Douglas Fairbanks y Charles Chaplin, quien asombró al país al exigir 100.000 dólares por película. La masa que mencionábamos antes había tragado ya el último apéndice que le faltaba: el del talonario, que acaba colocándose en lo alto de toda pirámide con sus golpes de siempre. Una vez corrompido por los dedos del dinero, ya era oficial: el cine se había convertido en un arte, firme, ambicioso y joven.

Penetración

Entre las muchas secuelas que deja la Segunda Guerra Mundial se encuentra la aparición de las supercomputadoras programables. Del peor enfrentamiento bélico que ha visto la humanidad surge un concepto científico demasiado oscuro como para estimar no ya su utilidad, sino su propio potencial: la inteligencia artificial. La terrible realidad de las máquinas pensantes.

Los años 50, 60 y 70 son testigos de numerosos intentos de convertir las posibilidades de un sistema programable en un juego. Magnavox y Atari introducen las primeras videoconsolas y máquinas recreativas, mientras Intel lanza al mercado el primer microprocesador de propósito general. Títulos como Pong o Space Invaders convierten al videojuego en un elemento común en la vida de los más jóvenes, lo que pronto dará lugar a la apertura de un mercado brutalmente competitivo en el que los japoneses se llevan el gato al agua. La evolución es lenta pero increíblemente constante: cada vez mejores gráficos, mejor sonido, mejores efectos. Videojuegos cada vez más impactantes y adictivos. Máquinas de hacer dinero mejor programadas, y lo que es más importante: capaces de cada vez más.
Por ejemplo, ya a mediados de los 70 habían surgido las primeras aventuras gráficas que, basadas íntegramente en texto, daban fe de que un videojuego podía consistir en algo más que plataformas y combates espaciales. Había lugar para la diversidad, la experimentación, la búsqueda de nuevos horizontes. Había lugar para la narrativa.

George Lucas, uno de los comerciantes más avispados de nuestra era, tarda poco en apercibirse de las lucrativas perspectivas del nuevo mercado y añade, a su ya vasto imperio conocido como LucasFilms, su propia división de videojuegos en 1982. La bautiza como LucasArts y la aprovecha para extender el tirón de sus franquicias más exitosas, como Star Wars o Indiana Jones. Contrata para ello a diseñadores y programadores jóvenes, talentosos y sobre todo entendedores de los mecanismos del cine. Porque el principal don artístico de George Lucas es la habilidad para hacer vendibles las historias que fabrica, y su intención es prolongar este peculiar extra en su nuevo escaparate.

En 1990, Lucas invita al célebre escritor de ciencia ficción Orson Scott Card, autor de El juego de Ender, a pasar unos días en el Rancho Skywalker en California. Allí le presenta a Ron Gilbert, jefe del proyecto de una aventura gráfica que se titulará “El secreto de Monkey Island”. Scott Card no sabe nada de videojuegos, pero la conversación con Gilbert le revela que está nada más y nada menos que ante otro escritor, igual que él. Tan sólo que éste trabaja en un formato que le es completamente desconocido. Scott Card le ayuda a matizar el guión y le hace un favor que los grandes jugones de las aventuras gráficas le agradecerán de por vida: escribe las batallas de insultos que Guybrush Threepwood lidia con el resto de piratas de la isla. 

                                                    "Qué apropiado, tú peleas como una vaca".


Orgasmo

A partir de aquí, la industria de los videojuegos pierde el poco miedo que le tenía a otras industrias como las del cine e incluso la literatura. Steven Spielberg disfruta con su Indiana Jones pixelado y no puede ser menos que su amigo  Lucas.  Contacta de nuevo con Orson Scott Card para escribir el guión de The Dig, un proyecto de film que tuvo que abandonar por excesivo coste y que ahora reconvierte en videojuego. Muy fiel a su sello artesano, no repara en gastos y añade una banda sonora espectacular y unas voces de lujo para los personajes, con Robert Patrick (Terminator 2) en el papel del protagonista. Este modelo de “videojuego-película” tiene su calado y no tardará en ser imitado hasta convertirse en costumbre. Mark Hamill, es decir, Luke Skywalker en el paro, no puede decir que no a la oferta de encarnar a un comandante de vuelo en la tercera parte de una saga de juegos de ciencia ficción. Algo llamado Wing Commander. Otro mito de la Ci-Fi como Leonard Nimoy, acostumbrado a ceder su voz dorada en todo tipo de filmaciones (incluyendo documentales, programas de televisión y series de dibujos animados) añade los videojuegos a su currículum con Star Trek: Judgement Rites. Tanto le gusta que terminará convirtiéndose en un asiduo de este formato y se volverá a oír su impecable dicción inglesa en títulos como Atlantis, Seaman y Civilization IV.

El doblaje de los videojuegos, que en sus principios fuera generalmente desastroso y poco cuidado, ve mejorar su calidad en concordancia con el incremento de exigencia del público, presupuesto invertido y calidad general de los productos. Actores y actrices de cine, recelosos en un principio con los videojuegos, acaban abriendo sus puertas gracias sobre todo a la cada vez más sorprendente calidad narrativa que poseen algunos títulos surgidos entre 1995 y 2000. Los trabajos de Tim Curry en Sacrifice, Michael Ironside en Splinter Cell o Ron Perlman en Fallout abren centímetro a centímetro el portal que comunica el arte de la imagen en movimiento con el de la imagen digital. La fusión alcanza un punto casi total en ciertos títulos que se conciben prácticamente como videojuegos-película, por titularlos de un modo pobre. Spielberg es nuevamente el máximo impulsor de esta iniciativa al crear la saga bélica Medal of Honor, que incluye nada más y nada menos que al genial Gary Oldman en el reparto de voces.

Quizá es Grand Theft Auto: Vice City, el bombazo de la protopolémica compañía RockStar, el primer juego en reunir un poderoso elenco de actores de primera fila. Ray Liotta, William Fichtner, Tom Sizemore, Gary Busey, Dennis Hopper y Burt Reynolds. (Samuel L. Jackson también haría las delicias del usuario en la siguiente entrega de la saga, GTA San Andreas). Lluvia de estrellas que cambiaría definitivamente el rumbo que tomarían los videojuegos en cuanto al uso de la interpretación.  Si en Gun se reúnen intérpretes de la talla de Thomas Jane, Kris Kristofferson, Lance Henriksen y Brad Dourif, la epopeya The Elder Scrolls IV: Oblivion junta a tres pesos pesados de la pantalla como Sean Bean, Patrick Stewart y Terence Stamp. Igualmente espectacular es el trabajo de voces en la saga Call of Duty, que a lo largo de sus nueve entregas ha reunido a nombres como Jason Statham, Gary Oldman, Ed Harris, Kiefer Sutherland, Timothy Olyphant o Sam Worthington. El número de intervenciones Hollywoodienses en los videojuegos es en realidad incontable, pero cada vez son menos las estrellas de primera fila que no han dejado su voz en el arte digital. Podemos destacar a Willem Dafoe en Beyond: Two Souls, Liam Neeson en Fallout 3, Martin Sheen en Mass Effect 2 y 3, Elijah Wood en Spyro: Dawn of the Dragon, Billy Bob Thornton en Deadly Creatures, James Woods en Scarface: The World is Yours y Andy Serkis en Heavenly Sword, por citar tan solo a unos pocos.




Y esta cópula interartística no se limita únicamente a caras y voces. A punto de entrar en el nuevo milenio, Clive Barker, autor de las novelas que darían paso a las sagas de Candyman y Hellraiser en el celuloide, recibió la propuesta de colaborar en la creación de la historia de un videojuego de terror. El producto vio la luz en el 2001 bajo el título de Clive Barker’s Undying, al que le seguiría otra colaboración del novelista británico titulada Jericho. John Milius, respetado guionista estadounidense (Apocalypse Now se incluye en su currículum y con eso nos basta) colaboró con Steven Spielberg en el perfil de una de las entregas de Medal of Honor, así como en Homefront. La creciente necesidad de incluir una historia sólida y unos argumentos de calidad nos ha brindado colaboraciones insólitas, como la de Paul Haggis y David S. Goyer en la saga de Call of Duty o David McKenna (American History X) en Scarface: the World is yours. Parece que los novelistas de ciencia ficción son los que más frecuentemente se sienten atraídos por los videojuegos: además de Scott Card, podemos mencionar el trabajo de Marc Laidlaw en Half Life o el de Richard K. Morgan en la segunda entrega de Crysis. Este último título, por cierto, incluye también un trabajo mastodóntico del brillante Hans Zimmer a cargo de parte de la banda sonora (y también compuso canciones para Call of Duty: MW2). Trent Reznor, incansable compositor y fundador de la banda Nine Inch Nails (además de ganador de un oscar por la BSO de La Red Social), se ha declarado gran fan de los videojuegos y compuso temas para Doom 3, Quake y varios más. No podemos olvidar que John Carpenter se declaró aficionado de la saga FEAR y colaboró en el diseño de las secuencias cinemáticas de la tercera entrega, y menos aún que Guillermo del Toro ha afirmado recientemente estar trabajando en un videojuego que adaptará la obra escrita de H.P. Lovecraft.

Post-coitum

Como artes, cine y videojuegos han evolucionado hasta convertirse en algo totalmente ajeno a su punto de partida. Los hermanos Lumière jamás soñaron con la inducción del 3D y los científicos posteriores a la segunda guerra mundial nunca imaginaron que podríamos crear mundos virtuales tan majestuosos y ricos en detalles como los de Mass Effect o The Elder Scrolls. El arte está ahí para desafiar a la ciencia, para recordarnos que lo imposible habita en nuestras mentes y además pide a gritos que lo dejemos salir. Desea ser compartido con los demás. El arte, solidificado, exterioriza un mínimo común divisor del alma universal que no encuentra aplicación directa en el mundo real, pero tampoco puede dejar de existir. Desafía a la praxis del materialismo colocándose delante de nosotros, hablándonos sin que sepamos qué responder o qué hacer con él, siendo al mismo tiempo incapaces de ignorar su presencia. La pintura empieza con representaciones sobre las paredes de una caverna y termina narrando los ciclos de nuestra historia. La música empieza con golpes contra unos huesos y acaba como núcleo motriz en la vida de muchos de nosotros. El cine abre fundido con una proyección en París y cierra telón en un horizonte insondable, donde la comunicación sigue abriendo nuevos pórticos, nuevos caminos de expresión, nuevas emociones.

Diríase que el cine y los videojuegos empiezan a hablar el mismo idioma. Al margen de las cada vez más numerosas adaptaciones hollywoodienses de videojuegos, que hemos obviado en este artículo, el cine empieza a comprender que en los videojuegos, al igual que en toda manifestación artística, florece una intención idéntica: la de levantar un cuerpo, una historia de carne, hueso, mente y sensibilidad; todo partiendo desde un misterioso cero que, cuando se moldea y se forja adecuadamente, termina dejándonos un poso indefinible y una sonrisa en la boca; eterna gratitud de consumidor por haber tenido la oportunidad de degustar esa persecución aérea, esa misión suicida, esa princesa rescatada, esa vida alternativa en la que siempre terminamos por vernos reflejados de una forma u otra.

Texto: Ferran Vega Villanueva

viernes, 4 de enero de 2013

"LA NOCHE MÁS OSCURA": La Propaganda Bipolar





Así que, ¿qué será? ¿Cántaro lleno o vacío?

Zero Dark Thirty desengrana la intrincada e implacable operación del gobierno estadounidense en pos del terrorista más celebre – o infame – de nuestro tiempo. Una fábula en la que Papá Gigante clama venganza y justicia contra el hombre del saco; de hecho, a Osama Bin-Laden se le nombra tanto en el film que llegan a referirse a él por sus iniciales. Como si fuera innombrable. Como si se tratara del cuento que los papás americanos cuentan a sus hijos por la noche para que se vayan a la cama convenientemente asustados y/o patriotizados. Lo bueno, o lo malo, es que ya sabemos cómo acaba la peli, me comentaba Pilar, compañera de alma y de butaca. Así que uno reza porque esas dos horas y media expriman un mínimo de jugo lúdico. No somnífero, por lo menos.

Bien. 150 minutos de cacería, y además desde los despachos. Batiburrillo semiarriesgado de cine bélico, procedimiento policial y documentalismo. Todo esto a manos de una mujer cuyo último trabajo le dejó con un Oscar a la mejor dirección y otro a la mejor película en la vitrina del salón. Tremendo caramelo que puede indigestarse por la responsabilidad que supone habérselo comido, sobre todo porque Kathryn Bigelow es de esas realizadoras a las que les importa la rentabilidad. Debe lograr, en pocas palabras, un film que garantice un listón mínimo de espectacularidad, efectividad comercial y agrado crítico. Peligrosa combinación alimenticia: hay que amamantar a los pececitos que llenan las salas sin olvidar a los tiburones que nos ponen la nota, por no mencionar a los tritonzuelos que imprimen en relieve nuestro nombre en la estatuilla. Hace falta ser todo un mago de la cocina. ¿Es la señorita Bigelow una Gandalf Adrià del séptimo arte? Echemos un vistazo a su maletín de truquitos mágicos:

1)      El film abre – o golpea – con una secuencia de tortura; indigerible abracadabra que se repetira con más o menos detallismo durante toda la primera hora. Si somos buenos estudiantes, aprenderemos que está bien justificado someter a los terroristas a tratos vejatorios de todo tipo e incluso superarles en crueldad, a ellos a quienes tanto tememos. Se trata de cazar al fantasma del armario y, por supuesto,
     
      2)     De proteger a nuestro país. Esta es quizá el truco más ilustre de la magia estadounidense. La esencia del patriota está elaborada a partir de una excusa a prueba de todo. Se puede y se debe hacer lo que sea, escrúpulos fuera, moralidad arrojada por el ventanal, si se trata de defender a nuestro país. Y despertar así una sonrisa complacida en la boca del espectador medio americano y una burlona en la del español, que ha visto magos menos procaces.

     3)     Alguna explosión de vez en cuando, quizá secuelas sónicas que a la conjuradora Bigelow le quedaron de En Tierra Hostil (The Hurt Locker, 2008). Ser fieles al método Copperfield: un buen despliegue de medios y un uso comedido, coherente si se puede, de los efectos especiales que tanto nos gustan para prohibirnos de la siesta. Un Hollywood narrativo, vaya, si es que eso existe.


                                                  Jessica Chastain, también vista en El Árbol de la Vida (2011), La mala
                                                                                                leche se la dejó para esta ocasión.
     
      4)      Hacer que muera algún amiguete de la protagonista a mitad de la historia, para que los niños no olviden que los personajes tienen corazoncito y que no se trata de matar por matar, sino que hay razones personales de por medio. Insistimos: hay que justificar, porque no queremos que la audiencia juzgue a los personajes de forma distinta a lo que tenemos programado. Que un guión sienta la necesidad de disculpar a sus personajes no significa que el plumero está asomando; significa que lo hemos visto a millas de distancia.

     5)      Un clímax en el que, hay que reconocerlo, se nos despierta del letargo. Irónicamente, el film arranca cuando llega al fin esa noche más oscura en la que todos sabemos lo que va a pasar, pero no sabemos exactamente cómo. Después de K-19: The Widowmaker (2002) y En Tierra Hostil, Kathryn ha tenido tiempo de sobra para adquirir una pulida técnica en la captura de la tensión y el realismo de una operación militar moderna. La ansiada caza de Bin-Laden ocupa casi media hora de pantalla y funciona sinceramente a las mil maravillas en ella, aunque salpicado con un tropiezo de lo más cómico cuando uno de los soldados protagoniza una de las llamadas a puerta más irrisorias que se recuerdan (¡Osama! ¿Estás ahí?), para regocijo de ese público latino tan experto en destapar el ridículo.


                                                                 
Y 6)    El Prestigio, El Truco Final, los Polvos Mágicos que todo buen telón debe llevar consigo al caer: unas gotitas de moralina.

La recepción de Zero Dark Thirty ha resultado bipolar a todos luces: quienes no tachan al film de patriótico, propagandístico, pro-tortura y pro-fin justifica los medios, lo alaban como historia que en realidad cuestiona los métodos del gobierno estadounidense e ilumina la virtud más siniestra de la guerra, que nos otra que la que nos hace disfrutar con ella. En este blog procuramos ser temerarios con nuestra opinión y también honestos con ella, así que nos inclinamos por la teoría número uno. Porque una esponja no puede desmaquillar un desastre facial, ni treinta segundos de ética como colofón pueden pretender darle la vuelta a la tortilla que nos acaban de servir. No puede tratarse sino de un truco más, el más visible y aparatoso de todos.

La noche más oscura es un tren sin piloto de camino al fin del raíl. Sabemos dónde va acabar y todo vale con tal de llegar ahí. Parte de la premisa de que hemos ido al cine para ver morir al monstruo del armario, para recordar que el mundo es un tanto más seguro porque el Tío Sam y sus protosoldados con gafas de visión nocturna así lo permiten. No culpemos a los realizadores; culpémonos a nosotros. Permitimos que pongan las reglas del juego. Así que la regla es que todo vale.

Pero el juego debe contar con sus alicientes y los magos al menos lo intentan. Los personajes se acuerdan de tanto en tanto que deben mostrarnos un poquito de alma para que nos los creamos, pero no logran esconder los hilos que los revelan como títeres. La acción a cuentagotas no cubre los huecos de un guión temeroso de aburrir en su empeño por recrear paso a paso lo que supuestamente –conspiranoicos tienen aquí permiso para hablar- ocurrió. Sólo un fugaz atisbo de James Gandolfini logró que el que suscribe se sintiera feliz de estar en esa butaca, en esa noche tan oscura y tan perdida en un equilibrio entre el patriotismo bravo y lo política-artísticamente correcto. 


viernes, 17 de febrero de 2012

Materia de Noche

La noche (1961), de Michelangelo Antonioni

Que hable quien quiera, que hable quien sepa.

Folle e ben che si crede (1637), Tarquinio Merula

- Yo también tengo pensamientos.

- En este momento, ¿cuáles son?

- En este momento ninguno. Pero los siento venir. Aquí.

(Lidia se señala moviendo un dedo en círculos sobre la cabeza, tocándose el pelo).

Lidia y Giovanni Pontano en un club, antes de ir a la Villa Gerardhini.

Como tantas otras veces, la noche. Él, ella. Un alrededor, unos tiempos, las circunstancias, la burguesía, el arte, el dinero y todo lo demás. La sospecha no puede sino desaparecer en el rostro de Jeanne Moreau, de Lidia, en sus ojeras y sus labios graves, en los movimientos de su cuello, en su letargo de insatisfacción, en sus lágrimas, en su incipiente locura. Giovanni (Marcello Mastroianni) hace tiempo que no forma parte de su mundo (ahora escindido en mundos, de cara a una infinita partición), hace tiempo que está distante, que no la acaricia, que no le hace el amor, que no la ama. Hace tiempo que no. Los dos están cansados y por eso utilizan, incluida la cámara, el ascensor. Una cámara que baja desde lo alto de un edificio en dirección al asfalto, transitado, reflejando cada uno de los aconteceres urbanos, desde los cristales de las cristaleras de los edificios mientras suenan pitidos modulares, chasquidos metálicos y rozaduras de múltiples y variados elementos de un paisaje en constante transforma­ción. No es un síntoma, es una declaración de intenciones. Nadie ha pedido a nadie que se suba a las alturas para descender a las profundidades de un vacío. Michelangelo Antonioni me hace pensar que no sabe pensar en cosas que sean ajenas a las condiciones de ese vacío, de esa forma de vida, de ese abierto vicio de formas.

Los vivos y los muertos

El eros, el amor, la pasión, la industria. Ningua cama que no sea la del enfermo. El retrato del estado anímico de la intelectualidad burguesa es directo: la muerte. La muy pronunciada etiqueta que esta película, junto con su antecesora, La aventura (1960) y su siguiente, El eclipse (1962) ha consagrado: la incomunicabilidad. De los sentimientos, de los afectos. La temperatura se reduce al mechero, a los afectos, a la clínica. La clínica con el amigo muriéndose. Ella (Lidia) no lo soporta. No puede beber de una copa. Es el intersticio de la muerte-vida que renuncia a la celebración de la muerte, ella es la que sabe que el final ya está ahí. Qué más da que la película dure más o menos: su imagen (la del final) seguiría oliendo a alcohol, a tabaco, a perfume, a nightclub, a mierda. El diablo siempre caga en la misma pila, como decía J. Marie Straub. Esta vez le ha tocado a la fiesta. Ella sufre, él no. Él escribe libros, es un intelectual respaldado por los burgueses milaneses de principios de los años sesenta. Ella proviene de una familia rica, él no.

Intencionalidad: "Yo quería hacer una película sobre la historia de una fiesta", afirmaba en una entrevista el director nacido en Ferrara. Fiesta, eso sí, ajardinada, acristalada, fiesta una villa de burgueses, en la noche, llena de artistas.

Paseo por la forma

Pero Antonioni, que se arriesga en el universo que realiza, ¿que tiene de singular? ¿Qué gestos efectúan y operan en sus textos, en sus procedimientos? ¿Qué hace con el tedio que anochece todo ápice de pasión? Lo contemporiza (en un gesto literario, artístico, de larga tradición filosófica), en objeto, en motivo de discusión artística, en realización cinematográfica, hermanándolo en su momento con una definición del hombre que, provinente en gran parte de la literatura italiana y la filosofía franco-germana, también participa en gran superficie; participa de la pintura. Me arriesgo: el hombre es la literatura; la mujer, el mecanismo que nos conduce a la pintura. Por ejemplo: el paseo de Lidia, escapándose de lo que ya conoce, la muchedumbre, los halagos, las sonrisas, los espacios excesivamente cerrados, los libros, Giovanni. Huyendo de todo esto hacia el teatro de las calles con sus grafismos, movimientos, risas, luces, llantos, sombras, periferias, sonidos, texturas, materia­les, en una puesta en imágenes, extracto de características del arte contemporáneo del momento de la reali­zación (pinturas de Alberto Burri, Jean Fautrier, Emilio Vedova, Pierre Soulages, el expresionismo abstracto americano, su correspondiente europeo: Informalismo) que hablan de la materialidad de la percepción, es decir, de la materia de la que se compone el núcleo de nuestro dispositivo óptico (la visión) y cómo esto afecta a las nociones de imagen, de relato visual, de representación... Antonioni es amante de la pintura y del pintor.

El hombre que mira y es mirado, mitad hombre, mitad máquina, ese hombre que en la película cuanto más débil está, cuanto más deficientemente intelectualizado, más es. Por así decirlo, también máquina nerviosa que ha encontrado su materia, pero el amor... el amor no teorizado, el amor del coito, por así decirlo, el deseo de amor de Ella-Moreau-Lidia: el orgasmo, aquí corre el riesgo de transformarse en grito.

Una película de día en la que no anochezca. Que no sería la noche, ni la noche de los afectos, ni de los sentimientos. No me refiero a eclipses. Me refiero a la luz, al sol, a la pasión de la tierra, a la fuerza no psicológica, no literaria, a la flores, a Hölderlin iluminado; la senda, tal vez, abierta por Sergei Parajanov.


Texto: Vicente Barrachina Sánchez