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viernes, 4 de enero de 2013

"LA NOCHE MÁS OSCURA": La Propaganda Bipolar





Así que, ¿qué será? ¿Cántaro lleno o vacío?

Zero Dark Thirty desengrana la intrincada e implacable operación del gobierno estadounidense en pos del terrorista más celebre – o infame – de nuestro tiempo. Una fábula en la que Papá Gigante clama venganza y justicia contra el hombre del saco; de hecho, a Osama Bin-Laden se le nombra tanto en el film que llegan a referirse a él por sus iniciales. Como si fuera innombrable. Como si se tratara del cuento que los papás americanos cuentan a sus hijos por la noche para que se vayan a la cama convenientemente asustados y/o patriotizados. Lo bueno, o lo malo, es que ya sabemos cómo acaba la peli, me comentaba Pilar, compañera de alma y de butaca. Así que uno reza porque esas dos horas y media expriman un mínimo de jugo lúdico. No somnífero, por lo menos.

Bien. 150 minutos de cacería, y además desde los despachos. Batiburrillo semiarriesgado de cine bélico, procedimiento policial y documentalismo. Todo esto a manos de una mujer cuyo último trabajo le dejó con un Oscar a la mejor dirección y otro a la mejor película en la vitrina del salón. Tremendo caramelo que puede indigestarse por la responsabilidad que supone habérselo comido, sobre todo porque Kathryn Bigelow es de esas realizadoras a las que les importa la rentabilidad. Debe lograr, en pocas palabras, un film que garantice un listón mínimo de espectacularidad, efectividad comercial y agrado crítico. Peligrosa combinación alimenticia: hay que amamantar a los pececitos que llenan las salas sin olvidar a los tiburones que nos ponen la nota, por no mencionar a los tritonzuelos que imprimen en relieve nuestro nombre en la estatuilla. Hace falta ser todo un mago de la cocina. ¿Es la señorita Bigelow una Gandalf Adrià del séptimo arte? Echemos un vistazo a su maletín de truquitos mágicos:

1)      El film abre – o golpea – con una secuencia de tortura; indigerible abracadabra que se repetira con más o menos detallismo durante toda la primera hora. Si somos buenos estudiantes, aprenderemos que está bien justificado someter a los terroristas a tratos vejatorios de todo tipo e incluso superarles en crueldad, a ellos a quienes tanto tememos. Se trata de cazar al fantasma del armario y, por supuesto,
     
      2)     De proteger a nuestro país. Esta es quizá el truco más ilustre de la magia estadounidense. La esencia del patriota está elaborada a partir de una excusa a prueba de todo. Se puede y se debe hacer lo que sea, escrúpulos fuera, moralidad arrojada por el ventanal, si se trata de defender a nuestro país. Y despertar así una sonrisa complacida en la boca del espectador medio americano y una burlona en la del español, que ha visto magos menos procaces.

     3)     Alguna explosión de vez en cuando, quizá secuelas sónicas que a la conjuradora Bigelow le quedaron de En Tierra Hostil (The Hurt Locker, 2008). Ser fieles al método Copperfield: un buen despliegue de medios y un uso comedido, coherente si se puede, de los efectos especiales que tanto nos gustan para prohibirnos de la siesta. Un Hollywood narrativo, vaya, si es que eso existe.


                                                  Jessica Chastain, también vista en El Árbol de la Vida (2011), La mala
                                                                                                leche se la dejó para esta ocasión.
     
      4)      Hacer que muera algún amiguete de la protagonista a mitad de la historia, para que los niños no olviden que los personajes tienen corazoncito y que no se trata de matar por matar, sino que hay razones personales de por medio. Insistimos: hay que justificar, porque no queremos que la audiencia juzgue a los personajes de forma distinta a lo que tenemos programado. Que un guión sienta la necesidad de disculpar a sus personajes no significa que el plumero está asomando; significa que lo hemos visto a millas de distancia.

     5)      Un clímax en el que, hay que reconocerlo, se nos despierta del letargo. Irónicamente, el film arranca cuando llega al fin esa noche más oscura en la que todos sabemos lo que va a pasar, pero no sabemos exactamente cómo. Después de K-19: The Widowmaker (2002) y En Tierra Hostil, Kathryn ha tenido tiempo de sobra para adquirir una pulida técnica en la captura de la tensión y el realismo de una operación militar moderna. La ansiada caza de Bin-Laden ocupa casi media hora de pantalla y funciona sinceramente a las mil maravillas en ella, aunque salpicado con un tropiezo de lo más cómico cuando uno de los soldados protagoniza una de las llamadas a puerta más irrisorias que se recuerdan (¡Osama! ¿Estás ahí?), para regocijo de ese público latino tan experto en destapar el ridículo.


                                                                 
Y 6)    El Prestigio, El Truco Final, los Polvos Mágicos que todo buen telón debe llevar consigo al caer: unas gotitas de moralina.

La recepción de Zero Dark Thirty ha resultado bipolar a todos luces: quienes no tachan al film de patriótico, propagandístico, pro-tortura y pro-fin justifica los medios, lo alaban como historia que en realidad cuestiona los métodos del gobierno estadounidense e ilumina la virtud más siniestra de la guerra, que nos otra que la que nos hace disfrutar con ella. En este blog procuramos ser temerarios con nuestra opinión y también honestos con ella, así que nos inclinamos por la teoría número uno. Porque una esponja no puede desmaquillar un desastre facial, ni treinta segundos de ética como colofón pueden pretender darle la vuelta a la tortilla que nos acaban de servir. No puede tratarse sino de un truco más, el más visible y aparatoso de todos.

La noche más oscura es un tren sin piloto de camino al fin del raíl. Sabemos dónde va acabar y todo vale con tal de llegar ahí. Parte de la premisa de que hemos ido al cine para ver morir al monstruo del armario, para recordar que el mundo es un tanto más seguro porque el Tío Sam y sus protosoldados con gafas de visión nocturna así lo permiten. No culpemos a los realizadores; culpémonos a nosotros. Permitimos que pongan las reglas del juego. Así que la regla es que todo vale.

Pero el juego debe contar con sus alicientes y los magos al menos lo intentan. Los personajes se acuerdan de tanto en tanto que deben mostrarnos un poquito de alma para que nos los creamos, pero no logran esconder los hilos que los revelan como títeres. La acción a cuentagotas no cubre los huecos de un guión temeroso de aburrir en su empeño por recrear paso a paso lo que supuestamente –conspiranoicos tienen aquí permiso para hablar- ocurrió. Sólo un fugaz atisbo de James Gandolfini logró que el que suscribe se sintiera feliz de estar en esa butaca, en esa noche tan oscura y tan perdida en un equilibrio entre el patriotismo bravo y lo política-artísticamente correcto. 


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