Así que, ¿qué será? ¿Cántaro lleno o vacío?
Zero Dark Thirty desengrana la intrincada e implacable
operación del gobierno estadounidense en pos del terrorista más celebre – o infame
– de nuestro tiempo. Una fábula en la que Papá Gigante clama venganza y
justicia contra el hombre del saco; de hecho, a Osama Bin-Laden se le nombra
tanto en el film que llegan a referirse a él por sus iniciales. Como si fuera
innombrable. Como si se tratara del cuento que los papás americanos cuentan a
sus hijos por la noche para que se vayan a la cama convenientemente asustados
y/o patriotizados. Lo bueno, o lo malo, es
que ya sabemos cómo acaba la peli, me comentaba Pilar, compañera de alma y
de butaca. Así que uno reza porque esas dos horas y media expriman un mínimo de
jugo lúdico. No somnífero, por lo menos.
Bien. 150 minutos de cacería, y además desde los despachos.
Batiburrillo semiarriesgado de cine bélico, procedimiento policial y
documentalismo. Todo esto a manos de una mujer cuyo último trabajo le dejó con un
Oscar a la mejor dirección y otro a la mejor película en la vitrina del salón.
Tremendo caramelo que puede indigestarse por la responsabilidad que supone
habérselo comido, sobre todo porque Kathryn Bigelow es de esas realizadoras a
las que sí les importa la
rentabilidad. Debe lograr, en pocas palabras, un film que garantice un listón
mínimo de espectacularidad, efectividad comercial y agrado crítico. Peligrosa
combinación alimenticia: hay que amamantar a los pececitos que llenan las salas
sin olvidar a los tiburones que nos ponen la nota, por no mencionar a los
tritonzuelos que imprimen en relieve nuestro nombre en la estatuilla. Hace
falta ser todo un mago de la cocina. ¿Es la señorita Bigelow una Gandalf Adrià del séptimo arte? Echemos
un vistazo a su maletín de truquitos mágicos:
1) El
film abre – o golpea – con una secuencia de tortura; indigerible abracadabra
que se repetira con más o menos detallismo durante toda la primera hora. Si
somos buenos estudiantes, aprenderemos que está bien justificado someter a los
terroristas a tratos vejatorios de todo tipo e incluso superarles en crueldad,
a ellos a quienes tanto tememos. Se trata de cazar al fantasma del armario y,
por supuesto,
2) De
proteger a nuestro país. Esta es
quizá el truco más ilustre de la magia estadounidense. La esencia del patriota
está elaborada a partir de una excusa a prueba de todo. Se puede y se debe
hacer lo que sea, escrúpulos fuera, moralidad arrojada por el ventanal, si se
trata de defender a nuestro país. Y despertar así una sonrisa complacida en la
boca del espectador medio americano y una burlona en la del español, que ha
visto magos menos procaces.
3) Alguna
explosión de vez en cuando, quizá secuelas sónicas que a la conjuradora Bigelow
le quedaron de En Tierra Hostil (The
Hurt Locker, 2008). Ser fieles al
método Copperfield: un buen despliegue de medios y un uso comedido, coherente
si se puede, de los efectos especiales que tanto nos gustan para prohibirnos de
la siesta. Un Hollywood narrativo, vaya, si es que eso existe.
Jessica Chastain, también vista en El Árbol de la Vida (2011), La mala
leche se la dejó para esta ocasión.
4) Hacer que muera algún amiguete de la
protagonista a mitad de la historia, para que los niños no olviden que los
personajes tienen corazoncito y que no se trata de matar por matar, sino que
hay razones personales de por medio. Insistimos:
hay que justificar, porque no
queremos que la audiencia juzgue a los personajes de forma distinta a lo que
tenemos programado. Que un guión sienta la necesidad de disculpar a sus
personajes no significa que el plumero está asomando; significa que lo hemos
visto a millas de distancia.
5)
Un
clímax en el que, hay que reconocerlo, se nos despierta del letargo.
Irónicamente, el film arranca cuando llega al fin esa noche más oscura en la
que todos sabemos lo que va a pasar, pero no sabemos exactamente cómo. Después
de K-19: The Widowmaker (2002) y En Tierra Hostil, Kathryn ha tenido
tiempo de sobra para adquirir una pulida técnica en la captura de la tensión y
el realismo de una operación militar moderna. La ansiada caza de Bin-Laden
ocupa casi media hora de pantalla y funciona sinceramente a las mil maravillas
en ella, aunque salpicado con un tropiezo de lo más cómico cuando uno de los
soldados protagoniza una de las llamadas a puerta más irrisorias que se
recuerdan (¡Osama! ¿Estás ahí?), para
regocijo de ese público latino tan experto en destapar el ridículo.
Y 6) El Prestigio, El Truco Final,
los Polvos Mágicos que todo buen telón debe llevar consigo al caer: unas gotitas
de moralina.
La recepción de Zero Dark Thirty ha resultado bipolar a todos luces: quienes no
tachan al film de patriótico, propagandístico, pro-tortura y pro-fin justifica
los medios, lo alaban como historia que en realidad cuestiona los métodos del
gobierno estadounidense e ilumina la virtud más siniestra de la guerra, que nos
otra que la que nos hace disfrutar con ella. En este blog procuramos ser
temerarios con nuestra opinión y también honestos con ella, así que nos
inclinamos por la teoría número uno. Porque una esponja no puede desmaquillar
un desastre facial, ni treinta segundos de ética como colofón pueden pretender
darle la vuelta a la tortilla que nos acaban de servir. No puede tratarse sino
de un truco más, el más visible y aparatoso de todos.
La noche más oscura es un tren sin piloto de camino al fin del raíl. Sabemos dónde va acabar
y todo vale con tal de llegar ahí. Parte de la premisa de que hemos ido al cine
para ver morir al monstruo del armario, para recordar que el mundo es un tanto
más seguro porque el Tío Sam y sus protosoldados con gafas de visión nocturna
así lo permiten. No culpemos a los realizadores; culpémonos a nosotros. Permitimos
que pongan las reglas del juego. Así que la regla es que todo vale.
Pero el juego debe contar con sus alicientes
y los magos al menos lo intentan. Los personajes se acuerdan de tanto en tanto
que deben mostrarnos un poquito de alma para que nos los creamos, pero no logran
esconder los hilos que los revelan como títeres. La acción a cuentagotas no
cubre los huecos de un guión temeroso de aburrir en su empeño por recrear paso
a paso lo que supuestamente –conspiranoicos tienen aquí permiso para hablar-
ocurrió. Sólo un fugaz atisbo de James
Gandolfini logró que el que suscribe se sintiera feliz de estar en esa
butaca, en esa noche tan oscura y tan perdida en un equilibrio entre el
patriotismo bravo y lo política-artísticamente correcto.
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