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martes, 29 de enero de 2013

Hollywood y los videojuegos: la cópula interartística






La noche del 1 de julio de 2004, Marlon Brando dejaba de respirar. Caía el telón sobre un mosaico ya inmortalizado, un conjunto de interpretaciones dueñas de un poder capaz de exceder la categoría de mito del cine: lo que desaparecía de este mundo era un icono cultural. 

Le llamaban el actor de actores. Los fanáticos del cine reconocemos que latía algo indefinible en él; un aura que llegaba quizá donde no llegan el talento, el carisma o la belleza individual. Como buen mitómano, se labró una férrea reputación de hombre complejo e indefinible. Aún hoy salen a flote nuevas especulaciones acerca de sus correrías sexuales, su errático comportamiento detrás de las cámaras, su neurona de divo y su hipotálamo de místico. Le acompañaban los brotes de locura que van de la mano de todo genio. En la década de los 80, cansado de su propia leyenda, llegó a declarar que odiaba la interpretación. Quizá por eso se apartó de los focos y se centró en la fotografía, la escultura y lo que quiera que le permitiera su inmensa fortuna.

No obstante, muchos ignoran que su último chispazo de talento no lo dejó ante una cámara, sino detrás de un micrófono…  como actor de doblaje en un videojuego.



Regrabando las frases del legendario Vito Corleone en la adaptación a videojuego de “El Padrino”, Marlo Brando se convirtió en portador de la antorcha del Tiempo. Su carrera empezó en blanco y negro y acabó en el soporte digital. Su muerte cobra así la categoría de símbolo, de eslabón entre una época y otra. Puente entre arte contemporáneo y arte futurista.

No todos compartirán conmigo esta última afirmación. El videojuego se encuentra aún en su lucha particular por ser reconocido como arte; quizá debido a las polémicas que continúa suscitando. O quizá porque, desde lejos, sigue pareciendo poco más que un juguete para mayores. Quizá porque el arte es hipócrita, incatalogable. A la fotografía y a los cómics les costó algo más que un par de décadas que se les colgara el banderín artístico que hoy pueden lucir casi sin reproche.

Al cine también.

Preámbulo

Por mucho que los hermanos Lumière fascinaran al mundo entero con su primera proyección en París, al novedoso cinematógrafo aún le quedaba mucho para dejar de ser un mero aparatito. En sus primeros años, el cine se consideraba poco más que una atracción menor, un espectáculo de feria para la clase baja (la alta no perdía el tiempo en proyecciones de trenes y vallas secándose y optaba por el teatro, mucho más refinado… y definitivamente caro). Pero como siempre, los valientes dan un paso al frente que termina arrastrando a las filas traseras. Entre finales del siglo XIX y principios del XX entra en juego la audacia artística de George Mèlies, David W. Griffith, Frederick Murnau, Sergei Eisenstein, Fritz Lang y etcétera. Científicos del arte que dejan de ver un conjunto de imágenes para empezar a visualizar una miríada de posibilidades tanto a nivel técnico como narrativo. Visionarios.

Son esos visionarios quienes empiezan a revestir ese artefacto de proyección que se elaboró con propósito desconocido. El experimento empieza a crecer más de lo que los creadores habían estimado, y su masa llega a los ápices de la narrativa, la sensibilidad, el intelectualismo, la propaganda y la enseñanza. Estados Unidos toma especial ventaja de estas dos últimas propiedades para difundir el inglés entre los inmigrantes, que por entonces conforman el grueso de su población. Gracias a un litigio histórico en el que Thomas Edison se alza vencedor, los productores independientes no tienen más remedio que irse con el invento a la costa oeste, donde encuentran un poblado con condiciones climatológicas ideales para el rodaje y una gran extensión de terreno libre y propicio para la construcción de platós. Un poblado cuyo nombre todos conocemos hoy en día.



Por su parte, los intérpretes se ganaron también su pedazo de cielo. En un principio, ser actor o actriz de cine era algo parecido a la deshonra, sinónimo de no haber triunfado en el teatro. El equivalente contemporáneo a aparecer en anuncios de garbanzos. Pero el público comenzó a adquirir vida propia, a fijarse en un cabello rubio aquí y en una embelesadora sonrisa allá. Los estudios empezaron a recibir cartas preguntando por el nombre de “la chica de la peca” o “el forzudo con bigote”, obligando a introducir lo que hoy conocemos como “créditos completos”, y una tal Mary Pickford se convirtió en la primera intérprete con la fama suficiente como para establecer su propio caché. A ella le seguirían Douglas Fairbanks y Charles Chaplin, quien asombró al país al exigir 100.000 dólares por película. La masa que mencionábamos antes había tragado ya el último apéndice que le faltaba: el del talonario, que acaba colocándose en lo alto de toda pirámide con sus golpes de siempre. Una vez corrompido por los dedos del dinero, ya era oficial: el cine se había convertido en un arte, firme, ambicioso y joven.

Penetración

Entre las muchas secuelas que deja la Segunda Guerra Mundial se encuentra la aparición de las supercomputadoras programables. Del peor enfrentamiento bélico que ha visto la humanidad surge un concepto científico demasiado oscuro como para estimar no ya su utilidad, sino su propio potencial: la inteligencia artificial. La terrible realidad de las máquinas pensantes.

Los años 50, 60 y 70 son testigos de numerosos intentos de convertir las posibilidades de un sistema programable en un juego. Magnavox y Atari introducen las primeras videoconsolas y máquinas recreativas, mientras Intel lanza al mercado el primer microprocesador de propósito general. Títulos como Pong o Space Invaders convierten al videojuego en un elemento común en la vida de los más jóvenes, lo que pronto dará lugar a la apertura de un mercado brutalmente competitivo en el que los japoneses se llevan el gato al agua. La evolución es lenta pero increíblemente constante: cada vez mejores gráficos, mejor sonido, mejores efectos. Videojuegos cada vez más impactantes y adictivos. Máquinas de hacer dinero mejor programadas, y lo que es más importante: capaces de cada vez más.
Por ejemplo, ya a mediados de los 70 habían surgido las primeras aventuras gráficas que, basadas íntegramente en texto, daban fe de que un videojuego podía consistir en algo más que plataformas y combates espaciales. Había lugar para la diversidad, la experimentación, la búsqueda de nuevos horizontes. Había lugar para la narrativa.

George Lucas, uno de los comerciantes más avispados de nuestra era, tarda poco en apercibirse de las lucrativas perspectivas del nuevo mercado y añade, a su ya vasto imperio conocido como LucasFilms, su propia división de videojuegos en 1982. La bautiza como LucasArts y la aprovecha para extender el tirón de sus franquicias más exitosas, como Star Wars o Indiana Jones. Contrata para ello a diseñadores y programadores jóvenes, talentosos y sobre todo entendedores de los mecanismos del cine. Porque el principal don artístico de George Lucas es la habilidad para hacer vendibles las historias que fabrica, y su intención es prolongar este peculiar extra en su nuevo escaparate.

En 1990, Lucas invita al célebre escritor de ciencia ficción Orson Scott Card, autor de El juego de Ender, a pasar unos días en el Rancho Skywalker en California. Allí le presenta a Ron Gilbert, jefe del proyecto de una aventura gráfica que se titulará “El secreto de Monkey Island”. Scott Card no sabe nada de videojuegos, pero la conversación con Gilbert le revela que está nada más y nada menos que ante otro escritor, igual que él. Tan sólo que éste trabaja en un formato que le es completamente desconocido. Scott Card le ayuda a matizar el guión y le hace un favor que los grandes jugones de las aventuras gráficas le agradecerán de por vida: escribe las batallas de insultos que Guybrush Threepwood lidia con el resto de piratas de la isla. 

                                                    "Qué apropiado, tú peleas como una vaca".


Orgasmo

A partir de aquí, la industria de los videojuegos pierde el poco miedo que le tenía a otras industrias como las del cine e incluso la literatura. Steven Spielberg disfruta con su Indiana Jones pixelado y no puede ser menos que su amigo  Lucas.  Contacta de nuevo con Orson Scott Card para escribir el guión de The Dig, un proyecto de film que tuvo que abandonar por excesivo coste y que ahora reconvierte en videojuego. Muy fiel a su sello artesano, no repara en gastos y añade una banda sonora espectacular y unas voces de lujo para los personajes, con Robert Patrick (Terminator 2) en el papel del protagonista. Este modelo de “videojuego-película” tiene su calado y no tardará en ser imitado hasta convertirse en costumbre. Mark Hamill, es decir, Luke Skywalker en el paro, no puede decir que no a la oferta de encarnar a un comandante de vuelo en la tercera parte de una saga de juegos de ciencia ficción. Algo llamado Wing Commander. Otro mito de la Ci-Fi como Leonard Nimoy, acostumbrado a ceder su voz dorada en todo tipo de filmaciones (incluyendo documentales, programas de televisión y series de dibujos animados) añade los videojuegos a su currículum con Star Trek: Judgement Rites. Tanto le gusta que terminará convirtiéndose en un asiduo de este formato y se volverá a oír su impecable dicción inglesa en títulos como Atlantis, Seaman y Civilization IV.

El doblaje de los videojuegos, que en sus principios fuera generalmente desastroso y poco cuidado, ve mejorar su calidad en concordancia con el incremento de exigencia del público, presupuesto invertido y calidad general de los productos. Actores y actrices de cine, recelosos en un principio con los videojuegos, acaban abriendo sus puertas gracias sobre todo a la cada vez más sorprendente calidad narrativa que poseen algunos títulos surgidos entre 1995 y 2000. Los trabajos de Tim Curry en Sacrifice, Michael Ironside en Splinter Cell o Ron Perlman en Fallout abren centímetro a centímetro el portal que comunica el arte de la imagen en movimiento con el de la imagen digital. La fusión alcanza un punto casi total en ciertos títulos que se conciben prácticamente como videojuegos-película, por titularlos de un modo pobre. Spielberg es nuevamente el máximo impulsor de esta iniciativa al crear la saga bélica Medal of Honor, que incluye nada más y nada menos que al genial Gary Oldman en el reparto de voces.

Quizá es Grand Theft Auto: Vice City, el bombazo de la protopolémica compañía RockStar, el primer juego en reunir un poderoso elenco de actores de primera fila. Ray Liotta, William Fichtner, Tom Sizemore, Gary Busey, Dennis Hopper y Burt Reynolds. (Samuel L. Jackson también haría las delicias del usuario en la siguiente entrega de la saga, GTA San Andreas). Lluvia de estrellas que cambiaría definitivamente el rumbo que tomarían los videojuegos en cuanto al uso de la interpretación.  Si en Gun se reúnen intérpretes de la talla de Thomas Jane, Kris Kristofferson, Lance Henriksen y Brad Dourif, la epopeya The Elder Scrolls IV: Oblivion junta a tres pesos pesados de la pantalla como Sean Bean, Patrick Stewart y Terence Stamp. Igualmente espectacular es el trabajo de voces en la saga Call of Duty, que a lo largo de sus nueve entregas ha reunido a nombres como Jason Statham, Gary Oldman, Ed Harris, Kiefer Sutherland, Timothy Olyphant o Sam Worthington. El número de intervenciones Hollywoodienses en los videojuegos es en realidad incontable, pero cada vez son menos las estrellas de primera fila que no han dejado su voz en el arte digital. Podemos destacar a Willem Dafoe en Beyond: Two Souls, Liam Neeson en Fallout 3, Martin Sheen en Mass Effect 2 y 3, Elijah Wood en Spyro: Dawn of the Dragon, Billy Bob Thornton en Deadly Creatures, James Woods en Scarface: The World is Yours y Andy Serkis en Heavenly Sword, por citar tan solo a unos pocos.




Y esta cópula interartística no se limita únicamente a caras y voces. A punto de entrar en el nuevo milenio, Clive Barker, autor de las novelas que darían paso a las sagas de Candyman y Hellraiser en el celuloide, recibió la propuesta de colaborar en la creación de la historia de un videojuego de terror. El producto vio la luz en el 2001 bajo el título de Clive Barker’s Undying, al que le seguiría otra colaboración del novelista británico titulada Jericho. John Milius, respetado guionista estadounidense (Apocalypse Now se incluye en su currículum y con eso nos basta) colaboró con Steven Spielberg en el perfil de una de las entregas de Medal of Honor, así como en Homefront. La creciente necesidad de incluir una historia sólida y unos argumentos de calidad nos ha brindado colaboraciones insólitas, como la de Paul Haggis y David S. Goyer en la saga de Call of Duty o David McKenna (American History X) en Scarface: the World is yours. Parece que los novelistas de ciencia ficción son los que más frecuentemente se sienten atraídos por los videojuegos: además de Scott Card, podemos mencionar el trabajo de Marc Laidlaw en Half Life o el de Richard K. Morgan en la segunda entrega de Crysis. Este último título, por cierto, incluye también un trabajo mastodóntico del brillante Hans Zimmer a cargo de parte de la banda sonora (y también compuso canciones para Call of Duty: MW2). Trent Reznor, incansable compositor y fundador de la banda Nine Inch Nails (además de ganador de un oscar por la BSO de La Red Social), se ha declarado gran fan de los videojuegos y compuso temas para Doom 3, Quake y varios más. No podemos olvidar que John Carpenter se declaró aficionado de la saga FEAR y colaboró en el diseño de las secuencias cinemáticas de la tercera entrega, y menos aún que Guillermo del Toro ha afirmado recientemente estar trabajando en un videojuego que adaptará la obra escrita de H.P. Lovecraft.

Post-coitum

Como artes, cine y videojuegos han evolucionado hasta convertirse en algo totalmente ajeno a su punto de partida. Los hermanos Lumière jamás soñaron con la inducción del 3D y los científicos posteriores a la segunda guerra mundial nunca imaginaron que podríamos crear mundos virtuales tan majestuosos y ricos en detalles como los de Mass Effect o The Elder Scrolls. El arte está ahí para desafiar a la ciencia, para recordarnos que lo imposible habita en nuestras mentes y además pide a gritos que lo dejemos salir. Desea ser compartido con los demás. El arte, solidificado, exterioriza un mínimo común divisor del alma universal que no encuentra aplicación directa en el mundo real, pero tampoco puede dejar de existir. Desafía a la praxis del materialismo colocándose delante de nosotros, hablándonos sin que sepamos qué responder o qué hacer con él, siendo al mismo tiempo incapaces de ignorar su presencia. La pintura empieza con representaciones sobre las paredes de una caverna y termina narrando los ciclos de nuestra historia. La música empieza con golpes contra unos huesos y acaba como núcleo motriz en la vida de muchos de nosotros. El cine abre fundido con una proyección en París y cierra telón en un horizonte insondable, donde la comunicación sigue abriendo nuevos pórticos, nuevos caminos de expresión, nuevas emociones.

Diríase que el cine y los videojuegos empiezan a hablar el mismo idioma. Al margen de las cada vez más numerosas adaptaciones hollywoodienses de videojuegos, que hemos obviado en este artículo, el cine empieza a comprender que en los videojuegos, al igual que en toda manifestación artística, florece una intención idéntica: la de levantar un cuerpo, una historia de carne, hueso, mente y sensibilidad; todo partiendo desde un misterioso cero que, cuando se moldea y se forja adecuadamente, termina dejándonos un poso indefinible y una sonrisa en la boca; eterna gratitud de consumidor por haber tenido la oportunidad de degustar esa persecución aérea, esa misión suicida, esa princesa rescatada, esa vida alternativa en la que siempre terminamos por vernos reflejados de una forma u otra.

Texto: Ferran Vega Villanueva

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