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viernes, 17 de febrero de 2012

Materia de Noche

La noche (1961), de Michelangelo Antonioni

Que hable quien quiera, que hable quien sepa.

Folle e ben che si crede (1637), Tarquinio Merula

- Yo también tengo pensamientos.

- En este momento, ¿cuáles son?

- En este momento ninguno. Pero los siento venir. Aquí.

(Lidia se señala moviendo un dedo en círculos sobre la cabeza, tocándose el pelo).

Lidia y Giovanni Pontano en un club, antes de ir a la Villa Gerardhini.

Como tantas otras veces, la noche. Él, ella. Un alrededor, unos tiempos, las circunstancias, la burguesía, el arte, el dinero y todo lo demás. La sospecha no puede sino desaparecer en el rostro de Jeanne Moreau, de Lidia, en sus ojeras y sus labios graves, en los movimientos de su cuello, en su letargo de insatisfacción, en sus lágrimas, en su incipiente locura. Giovanni (Marcello Mastroianni) hace tiempo que no forma parte de su mundo (ahora escindido en mundos, de cara a una infinita partición), hace tiempo que está distante, que no la acaricia, que no le hace el amor, que no la ama. Hace tiempo que no. Los dos están cansados y por eso utilizan, incluida la cámara, el ascensor. Una cámara que baja desde lo alto de un edificio en dirección al asfalto, transitado, reflejando cada uno de los aconteceres urbanos, desde los cristales de las cristaleras de los edificios mientras suenan pitidos modulares, chasquidos metálicos y rozaduras de múltiples y variados elementos de un paisaje en constante transforma­ción. No es un síntoma, es una declaración de intenciones. Nadie ha pedido a nadie que se suba a las alturas para descender a las profundidades de un vacío. Michelangelo Antonioni me hace pensar que no sabe pensar en cosas que sean ajenas a las condiciones de ese vacío, de esa forma de vida, de ese abierto vicio de formas.

Los vivos y los muertos

El eros, el amor, la pasión, la industria. Ningua cama que no sea la del enfermo. El retrato del estado anímico de la intelectualidad burguesa es directo: la muerte. La muy pronunciada etiqueta que esta película, junto con su antecesora, La aventura (1960) y su siguiente, El eclipse (1962) ha consagrado: la incomunicabilidad. De los sentimientos, de los afectos. La temperatura se reduce al mechero, a los afectos, a la clínica. La clínica con el amigo muriéndose. Ella (Lidia) no lo soporta. No puede beber de una copa. Es el intersticio de la muerte-vida que renuncia a la celebración de la muerte, ella es la que sabe que el final ya está ahí. Qué más da que la película dure más o menos: su imagen (la del final) seguiría oliendo a alcohol, a tabaco, a perfume, a nightclub, a mierda. El diablo siempre caga en la misma pila, como decía J. Marie Straub. Esta vez le ha tocado a la fiesta. Ella sufre, él no. Él escribe libros, es un intelectual respaldado por los burgueses milaneses de principios de los años sesenta. Ella proviene de una familia rica, él no.

Intencionalidad: "Yo quería hacer una película sobre la historia de una fiesta", afirmaba en una entrevista el director nacido en Ferrara. Fiesta, eso sí, ajardinada, acristalada, fiesta una villa de burgueses, en la noche, llena de artistas.

Paseo por la forma

Pero Antonioni, que se arriesga en el universo que realiza, ¿que tiene de singular? ¿Qué gestos efectúan y operan en sus textos, en sus procedimientos? ¿Qué hace con el tedio que anochece todo ápice de pasión? Lo contemporiza (en un gesto literario, artístico, de larga tradición filosófica), en objeto, en motivo de discusión artística, en realización cinematográfica, hermanándolo en su momento con una definición del hombre que, provinente en gran parte de la literatura italiana y la filosofía franco-germana, también participa en gran superficie; participa de la pintura. Me arriesgo: el hombre es la literatura; la mujer, el mecanismo que nos conduce a la pintura. Por ejemplo: el paseo de Lidia, escapándose de lo que ya conoce, la muchedumbre, los halagos, las sonrisas, los espacios excesivamente cerrados, los libros, Giovanni. Huyendo de todo esto hacia el teatro de las calles con sus grafismos, movimientos, risas, luces, llantos, sombras, periferias, sonidos, texturas, materia­les, en una puesta en imágenes, extracto de características del arte contemporáneo del momento de la reali­zación (pinturas de Alberto Burri, Jean Fautrier, Emilio Vedova, Pierre Soulages, el expresionismo abstracto americano, su correspondiente europeo: Informalismo) que hablan de la materialidad de la percepción, es decir, de la materia de la que se compone el núcleo de nuestro dispositivo óptico (la visión) y cómo esto afecta a las nociones de imagen, de relato visual, de representación... Antonioni es amante de la pintura y del pintor.

El hombre que mira y es mirado, mitad hombre, mitad máquina, ese hombre que en la película cuanto más débil está, cuanto más deficientemente intelectualizado, más es. Por así decirlo, también máquina nerviosa que ha encontrado su materia, pero el amor... el amor no teorizado, el amor del coito, por así decirlo, el deseo de amor de Ella-Moreau-Lidia: el orgasmo, aquí corre el riesgo de transformarse en grito.

Una película de día en la que no anochezca. Que no sería la noche, ni la noche de los afectos, ni de los sentimientos. No me refiero a eclipses. Me refiero a la luz, al sol, a la pasión de la tierra, a la fuerza no psicológica, no literaria, a la flores, a Hölderlin iluminado; la senda, tal vez, abierta por Sergei Parajanov.


Texto: Vicente Barrachina Sánchez

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